Subí la montaña sin levantar la vista del suelo. Los guijarros y
el sol del mediodía hacían incómoda la caminata. El aire frío cuarteaba la piel
y las botas pesaban. Había entrenado durante meses con ejercicios y rutas de
largos paseos, sin embargo no había adquirido la preparación física necesaria.
Solo disponía de la determinación, mi deseo era alcanzar la cima de aquella
montaña, llegar arriba. Después de largas horas de ascenso, exhausta la coroné.
De pronto el paisaje había cambiado. Los picos de los montes
habían quedado hundidos en el valle, aplastados por el manto azul del cielo y
las nubes se deslizaban por las laderas cubriendo todo de blanco. La quietud
era infinita y el sol era una luz que guardaba silencio.
Abrí la mochila donde llevaba las sandalias y el vestido, me puse
las gafas y entonces me volví liviana al igual que las nubes que acariciaban la
cima de la montaña.