Entre temporal y
ciclogénesis ha salido el sol. La ciudad está lastimada. El mar se hartó de
aguantar a la civilización imponiéndole unos límites que no le agradan. Por un
tiempo congeniaron y el mar obediente se sometió a los caprichos de una ciudad
sibarita, a un cerco en forma de corona de laureles blanco de más de 100 años, a los faros del puente del kursaal, a
la playa de los antiguotarras y a las pistas del Real Club de Tenis. A todo un arsenal de
arquitectura cuyo único propósito es rivalizar con los residuos del océano que muere en la costa. Piedras que
no hacen sino alabar la grandeza del Cantábrico, desde donde cada visitante se
detiene a disfrutar del azul cambiante de sus aguas. Como un mono en una jaula,
como león en un zoológico, anoche el agua se reveló a tan indigna
consideración. Con un simple rugido se deslizó sobre el río Urumea, adentrándose
primero con ferocidad para clavar los dientes en lugares estratégicos y retirándose
con rapidez a observar desde la sombra la reacción de la ciudad.
Esta noche
piensa volver y quién sabe la decisión que habrá tomado.
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