Me giré y te encontré a mi lado. El primer impulso fue
abrazarte pero temí tu reacción. Insegura te acaricié el rostro, deslicé las
manos por los hombros hasta encontrarme con unos brazos inertes, fríos. Me acerque a tu pecho
esperando oír un latido. Recorrí un cuerpo escultural, labrado a cincel, de medidas
perfectas. No te inmutaste, sólo tus ojos me seguían, sin parpadear. Ante tu frialdad cedí y durante un
momento me quedé esperando. Fue en vano. Me abroché el abrigo, levanté las
solapas y sin despedirme me alejé del lugar.
Cada atardecer cuando camino hacia casa te observo, hierático
en el centro del parque. En las noches de vigilia, sueño. En
el calor del hogar siento con más dolor la intemperie del invierno, la que tu
soportas ahí fuera. Ojalá viera
una lágrima, aunque sólo fuera una, entonces sabría que debo intentarlo, que
tal vez pueda llevarte conmigo. Pero hay algo a lo que te aferras, que te
esclaviza. Quizás no quieras renunciar a otros visitantes que se detienen a
admirar tu belleza, que sienten los mismos deseos de abrigarte y que se preguntan
por qué continúas ahí.
Un día descubriré que te han trasladado de parque. En una nueva ciudad y un nuevo paisaje hallarás a unos nuevos paseantes.
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