La madre de Eva había sido una gran mujer. El sepelio había concluido pero
para él todo seguía siendo igual. Ausente ignoraba a la familia como si fueran
desconocidos que se acercaran a hablarle, ni siquiera reconocía a sus nietas.
Lola era su mundo.
Cada tarde, vestida de rojo y con la pamela sobre el cabello oscuro, Lola le
esperaba paciente a la salida del trabajo. Juntos paseaban hasta el anochecer,
charlando y riendo. Después la acompañaba hasta su casa y se despedían con
un beso.
Hacía mucho tiempo que no la veía, ¿dónde estaba? Siempre que
preguntaba por ella aparecía su madre y le hablaba de cosas que él no
entendía, le cogía de la mano y le llevaba a pasear. Pero él no quería estar con
su madre. ¡Pobre mujer!. Era ya muy mayor, le habían salido algunas canas y
tenía finas arrugas junto a los ojos que la hacían parecer cansada y deprimida.
¡Qué distinta era Lola! Con ansia la buscaba entre la gente. Si se esforzaba
sabía que la reconocería entre tantos rostros extraños. No perdía la esperanza
porque sabía que Lola le quería y que no iba a abandonarlo.
A veces sufría
mucho porque sospechaba que la madre de ella le había enviado a pasar el verano a
casa de los abuelos, en un pueblo perdido de España. Tendría que esperar
todos esos días, exactamente 61, porque julio y agosto, los dos meses tienen
31 días. Las matemáticas se le daban bien. Se pasaba el día en la oficina
haciendo números. Sólo llevaba unos meses en el nuevo trabajo, pero ya se
imaginaba la vida entera entre papeles y casado con Lola, teniendo muchos
hijos y nietos, y siendo muy felices juntos.
La ceremonia le había agotado. Aburrido había repasado vez tras vez los
botones de la camisa. ¿Quién se los había atado de aquella manera? No
estaban en hilera y por más que se esforzó no consiguió colocarlos en su lugar.
Los dichosos botones le habían puesto de mal humor. Siempre le pasaba lo
mismo, con las cosas pequeñas se ponía muy nervioso y sentía la necesidad
de gritar. Levantó la vista y por un momento vio a Lola que le sonreía como él
recordaba, entonces la angustia se diluyó. Por fin aparecía, llevaba de la mano
a dos niñas y se acercaba a él. Entonces alguien le habló y cuando miró de
nuevo ya no estaba. La buscó desesperado pero allí había demasiada gente.
Abatido y sin saber qué hacer se sentó en el banco, en la primera fila. Había
muchas flores y una caja grande con una foto sobre ella. ¿Por qué estaba la
foto de Lola allí? ¿Por qué? Con decisión se levantó, se acercó a la caja y sin
miramientos, cogió la foto y la abrazó. Era Lola. Y las lágrimas corrieron por su
rostro porque Lola estaba tardando en volver.
Su hija Eva y las niñas lo acompañaron al pórtico exterior. El abuelo, con la foto entre sus
manos, bajó las escaleras con dificultad y se alejó. No recordaba el camino
hacia su casa, miró hacia atrás confuso y vio que su madre y las dos niñas le
seguían. ¡Lola!, cómo la echaba de menos… Ahora tenía la foto y eso le
ayudaría a estar más tranquilo y a dormir mejor. Echó a correr porque no
quería que nadie se la quitara. Esperaría a que ella regresara y se casara con
él, tendría hijos y nietos. Él y Lola, juntos hasta el final.
Y corrió, corrió con todas sus fuerzas. En ese instante, un automóvil que circulaba por el carril más próximo no pudo evitar arrollar al hombre que había sido abandonado por su mente.
Lola y él de nuevo juntos.
Lola y él de nuevo juntos.
Muy buen relato que nos lleva a ver lo duro que es perder los recuerdos. Muy emotivo.
ResponderEliminarBesos, compañera.
Muchas gracias Mar. Besitos
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