6:45 de la mañana. Hace rato que esperas a que suene el despertador y te conceda la licencia de afrontar el día. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Suena. Una vez. A los pocos minutos otra. Un frágil haz de luz cruza el dormitorio. La puerta entreabierta deja ver la cocina llena de trastos. Aguzas el oído pero no hay nada, ni siquiera oyes tu respiración. El techo es blanco y la lámpara es muy vieja. Crujen las sábanas. Los pies sienten el suelo frío y en el espejo del armario hay alguien que te mira. Vuelves a recordarlo: un choque frontal donde quedó parado el tiempo, para siempre.